El optimismo trágico

A lo largo de la historia de la humanidad el hombre se ha visto frente a callejones sin salida, momentos en que parecía no haber luz detrás de una gran pared. Sin embargo, de algún modo y por alguna extraña razón, ha salido adelante.

El hombre está situado en una constante crisis, en un mundo que parece ya hecho. Pero al mismo tiempo está envuelto en un misterio, en un mundo que «podría ser». Y esta potencialidad, también forma parte de nuestra realidad. Ese destino ya dado es «lo trágico», pero aquello que «podría ser» trae esperanza, llena la vida de optimismo.

A principios del siglo XX un grupo de pensadores se hallaron frente a un callejón sin salida. Los progresos de la razón habían llegado a su máximo esplendor, pero de pronto desató lo peor. El mundo parecía perdido. Unos, como los Maritain, pensaron en suicidarse. Pero la solución la encontraron en el cristianismo.

El cristianismo le da el fundamento sólido a la actitud que llamamos: optimismo trágico. Cristo salva al hombre de su condena vital, lo rescata del «anonimato existencial». Un Dios personal, que se hace hombre, que interpela a cada quien y responde a la gran pregunta de su vida: «¿quién soy?», y desde ahí parte esta actitud.

En definitiva, al hombre no le basta saber qué es el hombre (un compuesto, un ser con dimensiones, etc), el hombre necesita saber «quién es y a dónde va» (Julián Marías).

La salvación de la propia existencia hace que el hombre trascienda lo contingente, lo hace descubrir aquello divino que tiene dentro de él, aquel aspecto personal que enriquece y renueva el sentido de la propia vida y de su entorno.

Algunos autores, dentro de la tradición judeocristiana, hablan de esta actitud frente a la vida.

Uno de gran categoría es Viktor Frankl, un hombre que descubre a un Dios personal a través del dolor y del amor. Aun sujeto a las circunstancias más trágicas, el hombre -según este autor- «siempre le puede decir que sí a la vida». Y, ante un quién, del que se siente responsable, la vida «siempre tiene un sentido».

Para Emmanuel Mounier, según Giovanni Reali, «el optimismo trágico lo brinda la convicción de que la verdad, en cualquier caso, está llamada a triunfar. Lo trágico de dicho optimismo depende de una aceptación realista de la crisis en la que hay que actuar».

Ver la luz más allá de la pared da las herramientas para saltarla. Y una de ellas es la risa. Aquellos obstáculos que aparecen en nuestra vida, hacen de ella una tragicomedia. Es cierto que a veces uno la pasa mal, pero ríe el que está convencido de que al final va a superar esas dificultades. Reírme de mí mismo es, en cierto modo, la convicción de que mis miserias son miserias, pero de que yo no soy ellas. Es la alegría propia del «hombre nuevo», a quien se le abren horizontes insospechados porque, a través del encuentro con ese Dios personal, se renueva, recomienza su vida y va en busca de su verdad personal: «¿Quién soy y a dónde voy?»

San Josemaría Escrivá de Balaguer sostiene un optimismo trágico dentro de la vida cotidiana. Las avatares del día a día, la lucha, el experimentar nuestra miserias, son un medio para acercarse a Dios. La clave, dice Escrivá, es «comenzar y recomenzar». Y con optimismo esas realidades se pueden mejorar, con optimismo también puedo ayudar a los demás.

El optimismo trágico de este santo es una actitud que se funda en la filiación divina. La paradoja del Evangelio, de hacerse como niños, nos recuerda que no todo depende de uno. Confiar en un Dios que es mi padre, que me quiere, y, algo muy importante, que me proyecta: en mi vida él no ve un destino fatal, un «ya nada se puede hacer» sino que ve todo aquello que «puedo y debo llegar a ser». Por eso Escrivá dirá en alguna ocasión: «soñad y os quedareis cortos».

Si Él, si Dios, no responde a la pregunta de «quién soy yo», entonces hablamos de la vida como una verdadera tragedia, que lleva a considerar nuestra existencia como una náusea, como una pasión inútil (Sartre), o como digna del suicidio (Camus). Pero vemos que esto no es lo propio del hombre, que con este pesimismo no avanza ni él mismo, ni la humanidad.

«Cuando el hombre se atreve a hacer lo imposible -dice Alessandro D’Avenia-, la humanidad avanza esos pasos que la ayudan a creer en sí misma». Es un hecho que detrás de la confianza en lo mejor, en aquello que vemos que no solo podría sino que debería ser, y de un optimismo trágico que se lanza a buscarlo, se encuentran las obras más grandes de la libertad.

GCF

@gabcapriles

repensarelmundodehoy.wordpress.com

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